Si fallece y no murió en batalla, parto, sacrificio o por agua, irá al Mictlán.
Lo pondrán en cuclillas, lo cubrirán firmemente con mantas, le pondrán una piedra en la boca, como representación de su corazón, sacrificarán a su perro y usted será incinerado.
En la ofrenda pondrán su ropa, objetos de valor, agua y otros elementos que le ayuden en el camino.
Iniciará así su ruta de nueve dimensiones hacia él lugar subterráneo y sombrío.
Su perro Xolotzcuintli, su compañero en vida, lo esperará en el Apanohuaya, donde pasa el río caudaloso, que deberá atravesar.
Superado el río, usted difunto, deberá pasar rápidamente por los cerros que se abren y cierran para no ser triturado.
Otro cerro cubierto de filosos pedernales que desgarrarán su piel, vientos helados que lo cortarán y otros más, coloridos, que no lo dejarán avanzar… Son los siguientes tres planos que tendrá que pasar.
En el Temiminaloya, el dios que recoge las flechas perdidas por los guerreros, lo acosará con ellas.
La piedra que le pusieron en la boca en su ritual funerario, le será útil.
Ese jaguar, Tezcatlipoca, devora los corazones de los viajeros… Dele el suyo, su piedra.
Ya, en la octava dimensión de tan difícil ruta, puede perderse, en el Itzmictlan Apochcaloca, lugar donde se enceguecen en el camino de la niebla.
Han pasado cuatro años, lleve sus ofrendas a Mictlantecutli y Mitecacihuatl, señores de la muerte.
Si descansa, desaparece o se transforma en colibrí, usted está en el Mictlán.
Por el Mictlán vive la tierra, sigue en movimiento.
Esta es una posible respuesta al origen de los altares de muertos y las ofrendas… En el calendario mexica dedicaban dos meses a estos rituales.
Las ofrendas obligatorias eran a los ochenta días y cada año hasta cumplirse los cuatro que duraba el viaje al Mictlán.
Este recorrido está representado en el Museo Casa del Risco, en San Ángel… Hasta el 18 de noviembre.
Mario López Peña